En 1689 muere María Luisa de Orleáns, sobrina de Luis XIV y esposa de Carlos II, con la que llevaba casado 10 años. Razones de estado, es decir, la imperiosa necesidad de un heredero, hizo que rápidamente se le buscase una sustituta. La elección esta vez, debido a la guerra con Francia, recayó en la alemana Mariana de Neoburgo, la cual, con 23 hermanos, aportaba una herencia de fertilidad nada depreciable. A buen seguro que se trataba de guardar las apariencias, pues, aunque por entonces las mujeres siempre tenían la culpa, a nadie en la Corte se le escapaba que Carlos II, hombre disminuido física y síquicamente, era incapaz de concebir e irremediablemente llevaría a la casa de Austria a su completa extinción.
La boda se celebró por poderes el 28 de agosto de 1689 en Neoburgo (Baviera). Debido a la guerra en curso, en lugar de realizar el viaje por tierra o por el Mediterráneo, se optó por el Atlántico, donde las tormentas y otros contratiempos retrasaron el encuentro de los casados 8 meses. El buque The Duke, de 92 cañones y de capacidad para 300 pasajeros y 80 tripulantes, se vio obligado a hacer escala en Portsmouth y luego a atracar, tras perder dos anclas y casi zozobrar, a la vista del Castillo de la Palma, muy cerca de Mugardos; en lugar de hacerlo en Santander o en A Coruña, ciudad que se había elegido como segunda opción.
Cuentan las crónicas que, antes de desembarcar, estuvo cincos días en el barco, seguramente por carecer Mugardos de residencia adecuada; tiempo que se dedicó, como marcaba el protocolo, a confeccionarle trajes a la española y a realizarle un retrato. Este retrato permaneció inédito hasta ser descubierto por el pintor Felipe Bello Piñeiro, en el Pazo del Baño, quien se lo envió en 1954 a su mecenas, el banquero y escritor ferrolano Manuel Fernández Barreiro. Se trata de un retrato de tres cuartos, de técnica abocetada, formas dibujísticas y fondo desvaído, sobre soporte, poco frecuente, de cristal, para cuya confección el artista indudablemente no tuvo mucho tiempo.
Señala María Fidalgo, siguiendo a Martínez Leiva, que fue realizado por un artista local, aunque sorprendentemente siga los modelos alemanes del momento en que se realizó. ¿No sería entonces mejor considerar que fue realizado por el pintor alemán, que sabemos acompañaba a la reina, y que fue regalado como agradecimiento? Por otra parte, resulta extraño que una reina de reconocida soberbia se dejase retratar por un pintor mugardés del que nunca se supo absolutamente nada.

Como agradecimiento a las atenciones prestadas por los vecinos de Mugardos, Carlos II les concedió el privilegio de exención del servicio en el ejército y la marina. La tradición popular cuenta que Mariana Neoburgo pisó tierra en la hoy conocida como “peña de la reina Mariana”, o en la “pena do cu da Raíña”, porque al poner el pie resbaló.
Sea como fuere, siguió camino por tierra a A Coruña, haciendo noche en la casa-pazo de los Andrade de Pontedeume, villa donde los vecinos encendieron teas en los balcones. Más celebración tuvo en Betanzos y en A Coruña, ciudad en la que permaneció una semana, a lo largo de la cual no faltaron entrega de llaves, Te Deum en la Colegiata de Sta. María, festejos con máscaras, luminarias, mojigangas ecuestres y juegos diversos. Después de lo cual, y no sin antes sustituir el acompañamiento alemán que traía por un séquito de 1500 personas, se dirigió a Santiago, donde a punto estuvo de ser aplastada por el botafumeiro que cayó a sus pies en una de las misas celebradas en la Catedral.
El pueblo gustaba de estas noticias, que eran impresas y publicadas anónimamente, conocidas como Relación de sucesos o avisos, sin duda antecedentes de la prensa moderna. Por ellas sabemos también que la llegada a Valladolid, donde se había desplazado un monarca impaciente, fue un calvario, sobre todo en los estrechos, tortuosos y húmedos puertos que comunicaban Galicia con la Meseta.
No vivieron felices ni comieron…
El imposible embarazo de la reina nunca llegó. El rey se sometió a exorcismos y ella bebió brebajes y pócimas que mermaron su salud. Eso sí, fingió el embarazo 12 veces con sus respectivos abortos, con lo que pretendía ganarse la voluntad de un monarca (dominado por su madre, Mariana de Austria) débil e incapaz hasta la estupidez.
Mariana Neoburgo, de pelo cobrizo (lo que el vulgo consideraba de mal augurio), orgullosa y de carácter violento, no sin atractivo físico, asqueada por tener que compartir su cuerpo con persona tan mermada, se entregó sin cuento a la intriga política, las conspiraciones y el saqueo de las arcas del Estado. Cuando muere en 1700 Carlos II, su inclinación por el candidato austriaco le valió el confinamiento en Toledo y luego en Bayona. Se quejó amargamente de privaciones y de que no le pasaban la pensión que le correspondía, aunque tuvo 200 personas a su servicio, entre ellas, artistas y músicos, a los que siempre fue muy aficionada. En 1738, gracias a la mediación de la reina Isabel de Farnesio, su sobrina, se traslada a Guadalajara, muriendo dos años después y siendo enterrada en el Escorial.
Con Carlos II la decadencia de la casa de Austria fue absoluta, arrastrando al Estado a altas cotas de inoperancia. Y pese a todo, el pueblo, seguramente, no vio la ruina que vemos hoy. La monarquía tenía entonces un halo de poder sobrenatural y todavía durante mucho tiempo el malestar del pueblo, de altos niveles de superstición y analfabetismo, se plasmó en un “viva el rey y abajo el mal gobierno”. Ciertamente, circulaban coplas y escritos críticos, pero eran redactadas por alguna de las facciones de la aristocracia en contra de otra, y a todas ellas les interesaban monarcas débiles a los que poder manejar. La historia de los reyes está llena de conductas poco edificantes, que hoy nos provocan sonrojo, y de decisiones (para desesperación del materialismo histórico) irracionales, tomadas por una o varias personas que terminarían marcaron irreversiblemente el destino de los pueblos.
Para terminar con la monarquía absoluta, en un momento de gran opacidad informativa, fue necesaria una Revolución Francesa, para el fin de las actuales monarquías parlamentarias basta con que los reyes no mantengan conductas absolutamente irreprochables.