«Mi presencia como mujer ha podido inspirar a algunas niñas ugandesas a seguir estudiando»

Cristina Otero, una ferrolana de 30 años, trabaja en Uganda ayudando a establecer una estrategia educativa nacional que permitan a millones de niños y niñas tener un futuro
Cristina Otero, durante la celebración del Día Internacional de la Mujer en Ciforo, Adjumani, con alumnado de los colegios con los que trabaja Ayuda en Acción
Cristina Otero, durante la celebración del Día Internacional de la Mujer en Ciforo, Adjumani, con alumnado de los colegios con los que trabaja Ayuda en Acción

Cuando Cristina Otero, una ferrolana 30 años, visitó Uganda por primera vez en el 2016 como voluntaria, no imaginó que ese país cambiaría su vida. Llegó a localidad de Adjumani para dar clases extraescolares de música —es maestra de primaria y profesora de educación secundaria— y hoy en día, en su cuarta etapa en el país africano y tras formarse como técnica de cooperación internacional, es la responsable de estrategia educativa y protección infantil para la ONG española Ayuda en Acción.

El día a día en la zona del West Nile, la región en la que se encuentra trabajando actualmente, no es fácil. El 50% de la población es local y el otro 50% son refugiados de Sudán del Sur que huyeron de la guerra civil que se inició en 2013 y finalizó en 2019.

Uno de los principales retos que tiene por delante Uganda es la educación. Por eso su ONG, en colaboración con otras organizaciones locales, intenta ayudar en el desarrollo una estrategia educativa nacional que permita a millones de niños y niñas tener un futuro. El reto educativo que afronta el país tiene que ver con la cantidad de niños en edad escolar. «El índice de natalidad es altísimo porque apenas existen políticas de planificación familiar y las pocas que hay no funcionan. Todavía hay muy poco recorrido a nivel social y cultural», explica.

Itirikwa, Adjumani. Colegio donde Cristina trabaja en programas relacionados con la protección infantil

Además, con la llegada masiva de refugiados sudaneses, especialmente desde 2017, el sistema educativo, ya de por si precario, se ha visto desbordado. Uganda es, sorprendentemente, uno de los países del mundo que más refugiados acoge y, al mismo tiempo, uno de los que menos capacidades y recursos económicos tiene para hacer frente a esta situación. «Los colegios de Uganda no están preparados para gestionar todo esto. Hoy en día encontramos aulas con 150 niños y niñas. En algunos asentamientos de refugiados puede haber hasta 300 hacinados en una clase. No hay recursos suficientes».

Todo esto en unas instalaciones que no podríamos imaginar en Europa. «Los colegios son edificaciones sin puertas ni ventanas. Y tampoco están cerrados, lo cual supone un peligro para el alumnado, ya que no hay control de quien entra o sale». Los secuestros de niños y, sobre todo de niñas, no son infrecuentes en algunas comunidades rurales.

La pandemia del COVID ha agravado la precariedad del sistema educativo en Uganda, cuenta Cristina: «Somos el país que más tiempo ha tardado en reabrir las aulas. Han estado casi dos años sin clase. Esto genera muchas dificultades en los escolares para volver a coger el ritmo, adaptarse de nuevo a la escuela o volver a convivir con gente de otras tribus». Las peleas entre grupos tribales dejan en ocasiones muertos, como sucedió recientemente en las afueras de Adjumani. «Hace unos días han matado a tres chicos durante un enfrentamiento en un centro de formación profesional. Además, la represión que hacen las fuerzas del orden durante estos tumultos es excesivamente agresiva y no es raro que los disuelvan con disparos. Si te pilla por el medio…»

 

Zoka, Adjumani. Otro de los colegios en los que Cristina desarrolla su labor para Ayuda en Acción

Son algunas  de las realidades muy crudas con la que esta ferrolana convive en el día a día. Pero no son las únicas. Algo que todavía le cuesta sobrellevar es la violencia que muchos profesores ejercen sobre sus alumnos, «la normalidad y la frecuencia con la que pegan a los niños. Tener que presenciar algo así es horrible, no te acostumbras». Esto, lamenta, es algo generalizado en muchos países de África, donde el valor de la infancia es cuestionable. «Los niños son vistos a veces como mano de obra para las familias. Tienen descendencia porque así son más gente trabajando en casa y generando dinero. Una forma de asegurar la supervivencia».

Esta es una de las principales causas del abandono escolar en Uganda, explica Cristina Otero. «El trabajo infantil es una realidad del día a día en este país. La mayoría de niños y niñas, sobre todo en zonas rurales como esta en la que estoy yo, tienen que colaborar en los trabajos del campo y compatibilizar eso con ir a clase. El problema es que si llegan tarde, o no llegan suficientemente aseados, no los dejan entrar al aula. Esto se repite con frecuencia y hace que los niños opten por no volver a clase».

Ser mujer en Uganda

Otra de las principales causas del abandono escolar contra el que lucha Cristina afecta solo a las niñas. Se trata de los embarazos. «Es normal que niñas de 12, 13 o 14 años sean madres. Normalmente abandonan el colegio hasta que el bebé ya ha crecido y solo en casos muy puntuales vuelven a las aulas. El problema es cuando ese embarazo no fue buscado o voluntario, algo que ocurre en una mayoría de los casos». Se refiere Cristina a las violaciones que sufren las niñas ugandeses de forma habitual. «Muchos abusos sexuales se producen en la propia aula, por parte de los profesores».

Lo más duro de esta situación, explica Cristina, es que cuando las niñas dan el paso y se atreven a denunciarlo, no siempre reciben el apoyo esperado. «En ocasiones las familias las disuaden y les impiden denunciarlo porque sigue siendo un tabú. Otras veces, cuando están en comisaría son los propios policías los que les ponen trabas: les piden sumas muy importantes de dinero para tramitar la denuncia o, incluso, pueden llegar a amenazarlas si el violador es otro policía o algún conocido».

 

Trabajadoras del centro Multiusos de Adjumani

Estas mujeres quedan relegadas a vivir casi en la clandestinidad. «Tienen al bebé, pero casi no las dejan salir de casa, por su puesto no vuelven a la escuela y la familia intenta que todo se tape y no se airee. Incluso ha habido algunas que han terminado por irse a otros pueblos», relata Cristina. Esto es algo que solo afecta a las mujeres y por eso las tasas de abandono escolar crecen mucho más entre las niñas que entre los niños. «Si las mujeres ya tienen más dificultades para salir adelante por el hecho de ser mujeres, estas situaciones las condenan prácticamente de por vida».

En este sentido, ONGs como Ayuda en Acción juegan un papel muy importante desarrollando cursos formativos —»una especie de formación profesional»— de peluquería, costura, hostelería… «Con este certificado algunas pueden llegar a ganarse la vida. Pero son pocos casos. La mayoría se convierten en amas de casa y detrás de un bebé, viene otro».

Al mismo tiempo, para tratar de minimizar estas tasas de abandono escolar a edades tempranas, el gobierno ugandés puso en marcha en 2017 lo que se denomina cursos de educación acelerada con el propósito de que todas esas personas que tuvieron que dejar el colegio de forma prematura, puedan retomar su educación cuando ya cumplen 18, 19 o 20 años. Aunque en su momento se puso en marcha como un programa gubernamental, son ahora las ONGs las que se están encargando de llevarlo a cabo por la falta de recursos públicos. «Las organizaciones se encargan de pagar las matrículas y también costear los sueldos de los profesores, entre otras cosas».

Existe otro factor muy importante que determina el abandono escolar en Uganda y muchos otros países de África: la nutrición. La mayoría de niños no han tenido la alimentación suficiente en los primeros años de su vida, de los 0 a los 6 años, para desarrollar las capacidades cognitivas que les permitan aprender y seguir el ritmo de las clases. «También estamos trabajando en esto con programas de nutrición, pero nos encontramos con muchas trabas. O estamos muy presentes en todo el proceso para asegurarnos de que la ayuda llega a los beneficiarios o en la mayoría de casos estos alimentos se ‘pierden’ por el camino. La necesidad de alimento que sufre esta gente es tal que son capaces de no darle la comida a los niños y quedársela ellos. O repartirla entre varios hombres», lamenta Cristina.

Servir de inspiración 

Sin embargo, esta ferrolana de 30 años asegura que la experiencia vale la pena si consigue mejorar la vida de algunos niños. «Sé que algunas niñas con las que he podido trabajar, sobre todo en mis primeros años como profesora, se han visto reforzadas por mi presencia como mujer trabajadora. Vieron que yo, siendo mujer, podía trabajar, viajar, dar clase como los hombres. Y me han contado que algunas han conseguido seguir con sus estudios y ahora están en ciudades grandes de Uganda intentando acceder a la universidad».

 

Pachara, Adjumani. Reunión con autoridades locales.

Esta experiencia laboral está siendo para Cristina también una experiencia vital. «Me ha cambiado por completo. Sobre todo mi forma de ver el mundo. Si nada tienes, nada te hace falta. Vivir esto en primera persona me ha hecho rebajar esa tensión europea de ir siempre a por más. Esa ambición desmedida que a veces nos hace perder la perspectiva de lo que realmente es importante. Aquí no existe esto».

Uno de los recuerdos que tiene esta ferrolana de su primer año en Uganda es el de decenas de niños sudaneses entrando desnudos, llorando en la casa en la que estaba alojada con su ONG. «Me preguntaba cómo se podía controlar esta situación. Fue muy duro vivir aquello. Recuerdo que le comenté a un amigo, un chico local, si se planteaban restringir la entrada de más refugiados sudaneses y me contesto: ‘¿de quién es la tierra?’. Esta es su mentalidad: si tienen que entrar que entren y ya veremos como nos las apañamos para repartir lo poco que tengamos».

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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