Hoy nos vanagloriamos de educación y sanidad pública gratuita, que vemos como uno de los grandes logros de la sociedad del bienestar. Dichos logros, en la Europa occidental, fueron alcanzados, como alternativa al rabioso capitalismo norteamericano o al comunismo soviético, no sin muchas resistencias. Todavía a finales del XIX los niveles de analfabetismo eran muy altos y la sanidad universal, en la mayor parte del siglo XX, una quimera. Los ilustrados del XVIII plantaron las primeras semillas, pero la idea de que los gobernantes debían de estar al servicio del pueblo, revoluciones por medio, tardaría en florecer. Mientras tanto, los concejos solventaron como pudieron los problemas sanitarios, dejaron la enseñanza en manos de las instituciones eclesiásticas o de obras pías (algo así como las ONG actuales) y sacaron las castañas del fuego al Estado en cuestiones como el reclutamiento, la recaudación de impuestos o la justicia, que ejercieron a través de sus alcaldes.
El caso de la educación en Pontedeume
En el silo XVII ciertamente había maestros en Pontedeume, pero la enseñanza era tan precaria que no podemos hablar de escuelas permanentes. En 1629, por ejemplo, el concello reconocía que la villa llevaba años sin maestro, circunstancia que intentó paliar el cura Roda donando una casa para escuela y vivienda del maestro. Cuando la casa necesitó de reparaciones, el concello recurre al arriendo de una bodega a Rosa de Ribera, arriendo que nunca llegó a cobrar; ante lo cual la casa se vino abajo. Este es uno de los muchos episodios de una enseñanza que el Estado no apuesta por regular y generalizar hasta la Ley Moyano de 1857. La educación corría a cargo, en efecto, del dinero circunstancial que el concello pudiera allegar, de voluntades particulares o de obras pías que normalmente vinculaban tierras y bienes para el sostenimiento de unos maestros que, para el caso de las primeras letras, no habían recibido ningún tipo de formación especial.
En Pontedeume tenemos dos ejemplos de fundaciones de este tipo: la de Juan Beltrán de Anido y la del obispo Bartolomé Rajoy y Losada
Beltrán de Anido fue un regidor de Pontedeume que en 1580 deja en su testamento su casa para que en ella un preceptor presbítero enseñase gramática. Dicho preceptor debía decir una misa diaria en la capilla de Sta. Catalina de la iglesia de Santiago de Pontedeume y mantener a cuatro mozos pobres. La fundación es dotada con sus bienes muebles y raíces a la muerte de su mujer, dejando por cumplidores a dos de sus primos y, a la muerte de estos, al regimiento y justicia de Pontedeume. Esta fundación, conocida como Cátedra de Latinidad o de mayores, es ampliada en 1707 por Francisco Pérez, por entonces preceptor, con una cátedra de mínimos. La Cátedra sufrió el incendio de 1607, fue restaurada por el concello en 1821 y desapareció en 1851 barrida por los vientos de la desamortización. El edificio, hoy uno de los más antiguos de Pontedeume, pasa a convertirse sucesivamente en escuela de niñas, cuartel de la guardia civil y, tras un período de abandono y una importante labor de restauración, en biblioteca.
Pero las cátedras de latinidad, bien estudiadas en Galicia por José Manuel Domínguez en su obra “Cátedras de gramática y educación en Galicia, siglos XVI y XVII”, no dejaban de ser instituciones elitistas, cuya principal función era enseñar el latín, idioma vital para las instituciones eclesiásticas, los estudios de medicina o la carrera judicial, lo que confiere a la fundación del arzobispo Bartolomé Rajoy y Losada un valor excepcional. El arzobispo eumés, hijo de un boticario, posiblemente estudiante de la Cátedra de Latinidad de Pontedeume, no fue insensible al problema de la enseñanza primaria intermitente, al albur de los menguados fondos del concello o de las donaciones particulares. Con una mentalidad ilustrada, concibe la idea de garantizar la enseñanza permanente construyendo escuelas y 10 lonjas en el puerto, con cuyo arriendo, para salar sardina, se pudiese pagar a un maestro y a una maestra. La obra fue encomendada a Alberto Ricoy en 1763, quien acababa de realizar las torres de la iglesia, y su supervisión, a su sobrino, Tomás de Moreira.
No contaba Rajoy con la crisis de la sardina. En 1778 la dificultad de arrendar las lonjas y la consiguiente falta de dinero para el pago de maestro y la maestra hace que Moreira cierre la escuelas, levantando una ola de indignación en la villa como nunca se había visto y provocando las quejas del concello ante el intendente provincial, a quien se manda carta abogando por la necesidad de una enseñanza pública que evitara la ociosidad y las malas inclinaciones.
La obra pía de Rajoy superó la coyuntura de la crisis de la sardina, aunque no la desamortización. Sus réditos para sucesivas generaciones de jóvenes de eumeses fueron enormes y justo hubiese sido que los intentos para recordarlo, poniendo su nombre a un centro educativo, no se hubiesen frustrado.
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