La denominada casa-palacio de los Andrade de Pontedeume ha tenido para los historiadores y sigue teniendo un atractivo especial. Una de las últimas aportaciones ha sido el artículo de Jesús Ángel Sánchez El Palacio de los conde de Andrade (Pontedeume), incluido en el libro Arquitecturas desvanecidas, 2019. Atractivo de especulación teórica para los historiadores no para los profanos, porque un edificio desaparecido deja de ser patrimonio de nuestros sentidos para convertirse en una entelequia.
Pero sin duda a este interés ha contribuido la supervivencia del Torreón, que nos interroga sobre su pasado, y las abundantes fuentes (fotografías, planos, documentos) que poseemos de la etapa inmediatamente anterior a su desaparición. Este interés contrasta con la menor atención que se ha prestado a otras construcciones desaparecidas como la muralla con sus torres, la iglesia del convento de agustinos o el arco de Maldonado, que atesoraban un considerable valor histórico y artístico.
Es descorazonador lo poco que sabemos sobre la historia de la casa-palacio y lo fácil que resulta unir su construcción a los dos personajes más representativos de la Casa de Andrade. Y es que, en efecto, se ha dicho que fue construida por Fernán Pérez de Andrade, primer señor de Pontedeume, cuando la villa ya llevaba fundada 100 años, tenía murallas, fortaleza amurallada y torres con alcaide y todavía en el siglo XVII el concello seguía considerando al Torreón, unido a la muralla por un puente levadizo, como propio.
Sabemos que Fernán Pérez construyó en la comarca el puente, el castillo de Nogueirosa y el monasterio de Montefaro; y de todo ello hay constancia documental, pero ni una sola línea sobre su participación en la construcción del palacio. Añadamos que la relación de Fernán Pérez, que acaba siendo enterrado en Betanzos, con Pontedeume no debió de ser muy buena.
No es sorprendente que en la primera referencia segura de su existencia, datada en 1431, con motivo de la primera Guerra Irmandiña, se hable exclusivamente del castillo, donde estaba cercada la mujer de Nuño Freire —¿había en ese momento palacio?—. En la segunda Guerra Irmandiña (1467-69) se sigue hablando de fortaleza de la villa de Pontedeume que el arzobispo Alonso de Fonseca había tomado a Diego de Andrade, pero en el pleito Tabera-Fonseca, iniciado en 1525, al referirse a la reconstrucción, se utiliza ya el término de “palaçios de la Puentedeume”.
Los historiadores afirman que el palacio sufrió los incendios de 1533 y 1607. Pero del primero solo sabemos, según documento transcrito por Atanasio López, que fue de mucha consideración y que “la condesa estaba en la fortaleza, y allí escapó”, lo que se puede interpretar como que escapó del incendio precisamente porque se refugió en la fortaleza. Del segundo no tenemos noticias de que fuese afectado. Se habla también de la intervención de Fernando de Andrade (1477-1540) en alguna etapa constructiva también sin ningún apoyo documental.
Don Fernando, que no nació en el palacio de Andrade, fue protagonista destacado de su tiempo, en la política gallega y española, tenía casas en Betanzos y en A Coruña, ciudades en las que estaba avecinado y era regidor, y muy poco debió parar por Pontedeume. Y sí, ciertamente, en el ocaso de su vida, preparando su final, mandó construir el convento de agustinos y la capilla mayor de la iglesia de Pontedeume, y hace testamento en lo que él llama “las casas de mi morada”, en 30 de agosto de 1540.
Con Fernando de Andrade se cerraba, en realidad ya se había cerrado con Diego de Andrade, un ciclo de relación de Pontedeume con los Andrade. La nobleza se había convertido en cortesana y los Castro, a los que se habían unido los Andrade, tenían otros centros de poder muy alejados de Pontedeume, donde sus intereses los llevaban administradores o mayordomos residentes en la casa-palacio, a la que acuden muy esporádicamente, especialmente cuando tienen que tomar posesión.
Sin embargo la presencia del escudo de don Francisco Ginés de Castro (1666-1741), XI conde de Lemos, sí que plantea la posibilidad de su intervención en alguna campaña constructiva. Pero basta leer la trayectoria de este XI conde de Lemos, a quien el monarca concede el Toisón de oro que tan orgullosamente coloca en el escudo, para no imaginárnoslo viviendo en el caserón que tenía por palacio. Aunque nunca se sabe, porque según se asciende se desciende y don Ginés en 1705 cayó en desgracia y no volvió a ocupar cargo alguno al servicio del rey Felipe V.
Ante la orfandad documental, no cabe más que acudir al análisis comparado de los elementos arquitectónicos, lo cual resulta no menos desalentador. Indudablemente estamos ante dos estructuras: una fortificación anterior a los Andrade y una palaciega, que en un determinado momento se unen y que sufren modificaciones a lo largo de la historia. Los elementos arquitectónicos más antiguos del palacio son arcos apuntados y conopiales, posiblemente correspondientes a una primera edificación, y arcos semicirculares y pilares ortogonales con zapatas de una segunda. Los primeros nos remiten a modelos góticos, en este caso siempre posteriores a 1371.
El arco conopial es utilizado con profusión en los siglos XIV y XV, pero también lo encontramos datado en el siglo XVI. De no menos prologada existencia es el soporte poligonal, ya presente en la catedral del Mar de Barcelona (1329-1383), y, por citar algunos ejemplos, en edificios civiles como el palacio de Bellver, de principios del siglo XIV; la cárcel vieja del ayuntamiento de Cuellar (Segovia), de principios del siglo XVI, con dinteles y zapatas, tan profusamente utilizadas en los soportales de las plazas y calles; o en el patio del palacio de Sta. Cruz de Valladolid de 1603.
Las razones de su desaparición
Los historiadores ven la desaparición de la casa-palacio como una tragedia, como un miembro amputado del patrimonio de la villa, en cuyo cercenamiento jugó un papel protagonista el concello. Pero no debemos juzgar el pasado con la mentalidad del presente. La falta de espacio que suponía el emplazamiento de la villa entre el monte Breamo y la ría había hipotecado su futuro. La muralla, pasados los primeros momentos de utilidad defensiva, se vio como un corsé que debía de ser eliminado y la villa la utilizó como espacio edificable.
La casa-palacio formaba parte de este corsé y el concello aprovechó las leyes de expropiación de interés público para hacerse con la propiedad y luego, evidentemente, como había hecho con el espacio de la muralla, para obtener recursos monetarios. Por otra parte era visto no como no un pazo renacentista sino como un viejo caserón decrépito de materiales pobres que carecía de fachada monumental focalizadora y elementos artísticos visibles. Cualquier intento de relacionarla con el urbanismo barroco resulta ridículo. Ciertamente tenía elementos artísticos en su corazón y fue declarado monumento de interés artístico en 1924, pero, al margen de esta declaración, en momentos de poca sensibilidad por la protección del patrimonio, la administración dejó al concello a su suerte.
Los concellos, por entonces con pocos recursos, gestionaban el equipamiento urbano, la educación, la sanidad, la justicia ordinaria y el reclutamiento militar; pretender que el concello gastase el dinero absolutamente necesario para la subsistencia de la población en otras cosas resulta ilusorio. El caserón, fruto de las numerosas intervenciones que debió de sufrir a lo largo de su historia para mantenerse en pie, se había convertido en un pastiche arquitectónico. En fin, recordemos que la declaración de S. Juan de Caaveiro como monumento histórico-artístico de interés provincial se retrasó hasta 1975 por la misma razón.
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