El 13 de abril de 2024, Kirill y Artem dejaron atrás Rusia con la certeza de que no podían quedarse. Con una gata en su transportín y varias maletas, abordaron un avión rumbo a España, llevando consigo más que equipaje: cargaban años de miedo, silencios forzados y renuncias, pero también recuerdos y despedidas. No sabían qué les esperaba, solo que aquella decisión significaba, por fin, la posibilidad de vivir su amor sin esconderse. Al día siguiente de llegar a Madrid, sin conocer a nadie ni tener un destino fijo, tomaron un tren hacia Pontevedra, convencidos de que aquel rincón verde de la península Ibérica podía convertirse en su hogar.
Su historia comenzó en Siberia, en dos puntos distintos de aquel vasto territorio. «Nací en 1987, en la región de Irkutsk, en el sureste de Siberia, a orillas del lago Baikal, en una ciudad marcada por la pobreza y la delincuencia», cuenta Artem. Kirill, cinco años más joven, nació en Krasnoyarsk, a 1.000 kilómetros de allí, en una ciudad grande y bulliciosa. Fue en Krasnoyarsk donde sus caminos se cruzaron y, hace exactamente 15 años, iniciaron juntos una nueva vida.
Traslado a Moscú
Pasados unos años, se trasladaron a Moscú, buscando oportunidades laborales. «Soy psicólogo de formación, siempre he trabajado en el desarrollo de personal», dice Artem, con tono pausado. Kirill, en cambio, dejó sus estudios de veterinaria por problemas familiares y se reinventó: «Empecé horneando pastelitos, luego pasé a hacer jabón y cosmética casera con moldes de silicona de formas creativas».
Kirill y Artem llevaban una vida discreta en Rusia. Nunca fueron especialmente abiertos con su sexualidad en su entorno y tenían pocos amigos dentro de la comunidad LGBT. Sin embargo, con el tiempo, comenzaron a distanciarse de algunas personas. «Incluso entre los propios LGBT rusos hay quienes apoyan activamente a Putin, la guerra que empezó en Ucrania y su agenda homofóbica. Me resulta imposible entenderlos, así que opté por no mantener contacto», explica Kirill.

«Faltó la empatía más básica»
Pero lo que más le dolió no fue solo la postura de esas personas, sino la indiferencia de quienes sí consideraban cercanos. «Muchos de nuestros amigos cisgénero sabían de nuestra relación, sabían cómo nos afectaba la situación en Rusia, pero nadie tuvo el gesto de preguntarnos cómo estábamos o si necesitábamos algo. Ni una sola vez. Faltó la empatía más básica», lamenta.
Aunque la decisión de huir fue meditada, hubo un suceso que terminó de confirmar que marcharse era la única opción. «A finales de diciembre del año pasado, Andrei Kotov, un hombre de 48 años, murió en un centro de detención preventiva en Moscú. Lo arrestaron bajo la acusación de haber creado una organización extremista, pero lo único que hacía era organizar ‘tours gay’», cuenta.
El caso de Kotov fue una advertencia: «Sentí que podía haber sido cualquiera de nosotros. Lo golpearon y lo torturaron con una pistola eléctrica mientras los medios afines al régimen se burlaban de él. Fue una tragedia», dice Kirill, tenso. «En Rusia, nadie puede permitirse alzar la voz sin consecuencias. La gente tiene miedo, incluso organizaciones dedicadas a apoyar y proporcionar actividades de ocio para las personas LGBT habían comenzado a cerrar en masa. Lo máximo que puede hacer la gente es huir».
«Irnos era la única opción»
Cuando decidieron abandonar Rusia, se prepararon lo mejor que pudieron: «Dejamos nuestros trabajos, entregamos las llaves del apartamento y nos aseguramos de que nuestra gata estuviera lista para viajar», explica. El viaje fue un salto al vacío. «Daba miedo. No sabíamos qué iba a pasar, pero había que hacerlo», recuerda Kirill. Volaron a España vía Estambul, ya que apenas quedan opciones de vuelos directos desde Rusia. «Era aterrador y no estaba claro qué nos esperaba, pero avanzábamos con la adrenalina a tope».
Pocas personas sabían que se marchaban. «Ni siquiera lo contamos a nuestro entorno más cercano. Lo más sorprendente es que, incluso después de un año, algunos de nuestros familiares y amigos todavía no saben que vivimos en España», confiesa.
Una comunidad que ha normalizado la homofobia
Para Kirill y Artem, el mayor problema de la comunidad LGBT en Rusia es que ha terminado por asumir la homofobia como algo cotidiano. «Nos acostumbramos sin darnos cuenta. Un hombre gay ruso es objeto de burlas a diario en la televisión, en el trabajo, en el transporte público», relata. En Rusia, la homofobia es tan profunda y está tan arraigada y normalizada que no hay apoyo familiar y «la posibilidad de ser agredido física o verbalmente siempre está ahí».
Sobre su elección de escoger Galicia como destino, confiesa que lo único que sabían era que «aquí terminaba el Camino de Santiago y poco más», admite. Buscaban un lugar seguro, con un coste de vida accesible y sin demasiados compatriotas para poder integrarse en una comunidad que les acogiera sin los prejuicios que dejaban atrás. La primera parada fue Cambados: «Llegamos en plena Festa do Albariño, ¡fue toda una experiencia!».
Sin embargo, Cambados no era el lugar para asentarse. Probaron suerte en Vigo y A Coruña, pero no lograron encontrar alojamiento. «Ni nos cogieron el teléfono», señala. Finalmente, en octubre de 2024, encontraron un alquiler en el centro de Ferrol, donde han empezado a construir una nueva rutina. Una «estabilidad dentro de su inestabilidad».
Un limbo burocrático
El mayor obstáculo al que se enfrentan ahora es la burocracia. «A pesar de llevar un año aquí, aún no hemos conseguido la entrevista con la policía para solicitar el asilo político. Nuestra vida está en suspenso, los plazos no avanzan y seguimos sin derecho a trabajar. Ni siquiera podemos abrir una cuenta bancaria en España. Es deprimente», reconocen.
Aun así, han encontrado una seguridad que siempre reconforta las penalidades que han pasado. «Aquí somos indiferentes para el resto del mundo, y eso, es un alivio. Nunca hemos sufrido ninguna agresión verbal o física en España», asegura Kirill. Aunque el idioma sigue siendo una barrera, han encontrado en Galicia un lugar inesperadamente acogedor. «Es un sitio precioso, verde, con una gastronomía increíble. Ya no echamos de menos nada de Rusia», dicen con una sonrisa.
Los gallegos y gallegas que los han conocido solo tienen buenas palabras. Su casera confirma que «son extremadamente considerados y atentos. Por Navidad me regalaron una de las creaciones de jabón que hace Kirill», cuenta.
Pese a las dificultades, Kirill y Artem están convencidos de que tomaron la decisión correcta. «Nos fuimos sin mirar atrás, y cada día nos confirma que hicimos lo correcto», concluyen.